¡Aquí no cruza naides!

Gran premio de Turismo de Carretera de 1938. El Turismo Carretera fue y es el folklore de la mecánica argentina, que hoy sigue convocando multitudes. En esa categoría, los volantes de nuestro país demostraron al mundo su coraje y su capacidad de mecánicos y conductores, haciéndose famosos. También descollaron los patagónicos Arturo Kruuse, el “Indio Rubio” de Zapala, Félix Carlos Heredia, simplemente “El Indio”, gran volante de Río Negro, afincado en General Roca, y Cayetano Saladino, gran volante de la Capital del Neuquén y eximio preparador de automóviles de carreras.

Al primero lo conocí cuando todavía su cabello era una llamarada y sus ojos azules brillaban permanentemente atentos. Gran volante, su sangre nórdica lo tomaba frío analista de las competencias, de sus posibilidades, de las velocidades a imprimir a su máquina y de los peligros de los caminos. Fue un gran embajador del Neuquén. Al Indio Heredia lo traté bastante, pues era gran amigo de mi padre. Guardo un cariñoso recuerdo de él, más aún de cuando me llevaba a dar una “vueltita” en su, para mí, imponente coupé preparada para correr, con guardabarros recortados, tapa de baúl de lona, capot atravesado por una fuerte correa y la inscripción por todos lados de su máquina de “Vinos de Río Negro”.

Fornido, de mediana estatura, de ojos negros penetrantes, corajudo hasta la inconsciencia, su figura aindiada paseó la vecina Río Negro por todo el país. Y fue él quien en el gran premio de 1938 ganó las primeras “tres etapas al hilo”: Santa Rosa-Neuquén, Neuquén-Bariloche y Bariloche-Esquel. La finalización de la primera de ellas era, precisamente, nuestra ciudad. Lugar de llegada la terminación de Primeros Pobladores al juntarse con Mitre, donde se encontraba el Edificio de “C.A.L.F.”, Neuquén.

Todo el mundo había concurrido el día de la llegada de la etapa a nuestra ciudad para observar y aplaudir a Kruuse y también a nuestro vecino Heredia que venía punteando la competencia. La poca policía de entonces había montado el mejor operativo de seguridad que pudo. Custodia en la boca del puente carretero sobre Neuquén, agentes desparramados de vez en cuando desde ese lugar hasta el cartel de llegada. Otro personal en el “Parque Cerrado”. Y para el medio de la arteria de llegada habían destinado de consigna al Cabo Nahuel, un tehuelche conocido, personaje pintoresco de los tiempos de la Policía de Territorios Nacionales, de hablar apaisanado y de actitudes terminantes.

La orden que tenía era precisa: nadie debía cruzar la ruta de acceso de los corredores. A ambos lados de la misma el gentío se apiñaba y los más entusiastas estiraban sus cabezas para divisar las polvaredas que anunciaban la llegada de los ídolos populares del volante. Nahuel recorría enérgico, rebenque en mano, el área de su responsabilidad, bien puesto con su vistoso uniforme y sus botas bien lustradas. Su gorra estaba ajustada, por si acaso, con un barbijo a su mentón.

Reboleando el castigador ponía en vereda a los irresponsables que producían desorden o pretendían pasar la raya del peligro. Y de pronto una polvareda. Gran revuelo. Las cabezas se estiraron para divisar la máquina que se acercaba y gritar el nombre del volante. Algunos hasta se animaron a que el rebenque de Nahuel cayera sobre sus lomos al cruzar atrevidamente la zona prohibida para observar mejor. Entonces Nahuel se irguió, cuan grande era su estatura india. Envolvió la lonja del rebenque en su mano derecha, al estilo de Lindor Covas, listo el implemento para castigar con el palo, y preparó el sable por si acaso. Lo importante para él, según el mandato recibido, y que estaba dispuesto a cumplir “caiga quien caiga”, era la conservación del orden en el lugar de llegada de los competidores, con la gente quieta en su ubicación.

Mientras observaba que, efectivamente, un coche se acercaba bramando, puso su mirada hacia el puente, dando la espalda a la gran cantidad de personas presentes, para constatar el hecho. Y en ese momento un joven vecino, Fernando García, que estaba en la cima de un álamo, bramó: “Ya viene Kruuse…”, sin saber a ciencia cierta si era o no el zapalino. Y entonces los neuquinos comenzaron a gritar: “Kruuse, Kruuse, Kruuse…”, con verdadero entusiasmo, Nahuel sintió el grito, pero como no cambiaba el automovilismo por las carreras cuadreras, ni le interesaban los ídolos del lugar ni los del resto del país, imaginó que los gritos eran un desafío a su autoridad de personas que invitaban a otras a cruzar la calle, con el consiguiente peligro. Entonces, parado en el medio de la arteria de llegada gritó con voz rajante: “Aquí no cruza naides…¡¡desacataus!!!”

Arturo Kruuse
Arturo Kruuse

Y no cruzó nadie. Pasó el bólido. No era el zapalino. Era la coupé 38 del Indio Heredia. Igual fue la ovación. Nahuel siguió guardando el orden. Y como era su consigna, también protegió al Indio de sus admiradores, cuando, cubierto de polvo su cara y su overol azul, revuelto su pelo chuza, se acercó triunfante, mostrando en la sonrisa de ganador su dentadura de marfil, para que le firmaran la hoja de ruta en el Palco de Control.

FUENTE MAS NEUQUEN

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